La Audiencia de Oviedo autoriza a un enfermo mental a decidir su tratamiento


 Una buena noticia, todo un avance, por la que rescatamos una entrada de subversado, de las más populares en su historia;




“¿Te has tomado la medicación?”


Hay algo intrínsecamente malo en esa pregunta. Te está diciendo: “Eso que estás diciendo (o tu ira, o tu carácter, normalmente aletargados por los fármacos y a los que parece que perdiste hace tiempo el derecho) no es válido, tienes un fallo que debe ser subsanado con esas pastillas, vuelve a tu ser acomodaticio y pasivo al que nos tienes acostumbrados, mantente en tu rol”.


El primer concepto que hay que superar es aquel mágico e infantil de que la medicina es algo que nos cura cuando estamos malitos. Los antipsicóticos no curan. Sí que sirven cuando tienes un episodio agudo para resetearte. Se supone que, en ese estado psicótico, según la psiquiatría, eres “refractario al diálogo”, pero no es que los psiquiatras sean unos genios de ese arte.
Los antipsicóticos, más o menos, lo que hacen, y esto te lo podrá decir cualquier psiquiatra honesto que no te trate como a un menor de edad, es disminuir o controlar el nivel de dopamina de tu cerebro, de forma más o menos agresiva. Los hay muy primitivos y violentos, como el Risperdal, que en su día me provocó todos los síntomas del Parkinson.
Cuando padeces Parkinson, mueren tus neuronas que producen dopamina. Los antipsicóticos no matan esas neuronas (o eso espero y me han dicho), pero sí que las bloquean.
¿Qué función cumple la dopamina en nuestro cerebro? Muchas. Psicomotriz, de alerta, de motivación, de confianza en ti mismo, de valor. La cafeína, por ejemplo, es un dopaminérgico, como el enamoramiento. No es casual que los pacientes psiquiátricos suelan engancharse al café, al igual que el 85% fuman tabaco, otro estimulante que sólo te relaja cuando eres adicto, y que está comprobado que bloquea la acción de los antipsicóticos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Crónica de un ingreso voluntario reciente en Psiquiatría

Donostia era una fiesta